Fernando Núñez-Noda: Las dos visitas del señor F.

Fernando Núñez-Noda: Las dos visitas del señor F.

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Primera (Hace 37 años)

Al principio le dio por pensar en el futuro. Ayer le entregaron el premio Nobel de Literatura. Se dijo que era el primer “Nobel de la ciencia-ficción” y se calificó de emblemático, por lo justo aunque tardío. Ahora bien, nada de eso le importa.

La ceremonia fue tensa, como esperaba. Sus nervios casi colapsan. Le invadió un frío que derrotaba el intento de disimular. Lo asediaban cámaras minúsculas desde los estrados, sobre los hombros de operadores, colgadas en largos y finos brazos servos.

Como es usual cuando el ambiente exige rigor, produjo su pequeño teatro mental de desastres: imaginó el frac atorado en la silla o todo él yéndose de bruces sobre el Rey de Suecia o simplemente balbuceando a la hora del discurso. Sintió que ayer confluían, al menos, dos series temporales. Un choque de capas que produciría un estallido o una aniquilación. Miró a los fotógrafos y se dijo: “Uno de ellos tomará una foto que vi hace 36 años. La única evidencia que tengo de este momento anunciado.”

La ceremonia tardó más de lo estimado. Se distrajo un poco extendiendo la mirada a los oscuras postrimerías del Salón de Conciertos. Su mente se evadió como siempre, a aquella tarde de 1979, en casa de su abuela, a donde solían pasar parte los domingos. Salió al jardín frontal. Buscaba a su madre Sara para mostrarle un cuaderno. Era su primer intento de relato de ciencia-ficción, en forma de historia ilustrada. Tardó semanas en realizarlo.

El argumento era simple: los hombres colonizan la luna, otros planetas del sistema solar y después las estrellas cercanas. Aquí en la Tierra se destruye la civilización tal cual la conocemos y comienza a reconstruirse. Entonces llegan los extraterrestres, humanos que partieron hace milenios y que no recuerdan su origen. Grandes batallas de por medio, los alienígenas descubren su pasado perdido y declaran al planeta “lugar sagrado”.

Se detuvo en el césped. A lo lejos se acercaba un hombre vestido enteramente de negro, con un pequeño gorro y guantes. Su rostro era agudo, de rasgos marcados, ojos pequeños y juntos, nariz ligeramente aperada, boca pequeña y barbilla prominente. Su piel era blanquísima.

Se detuvo frente al niño y lo miró como sabiendo quién era.

— ¿Usted es Augusto Qui?

— Sí.

El hombre miró a los lados, para cerciorarse que nadie más lo oía.

— Tengo que hablar con usted.

Hizo un ademán hacia un banco en el parque del frente, pasando la calle. Con la típica confianza del niño, Augusto cruzó el asfalto y se instaló en ese asiento de madera. Su interlocutor se sentó ceremoniosamente, cruzó las piernas y le dijo:

— No puedo creer lo que estoy viendo, ese cuaderno…

— ¡Ah, esto! Tiene cosas… que escribo…

— Quizá las he leído. Yo, querido Qui, soy su más afanado lector.

— Pero si yo… nunca… debe estar equivocado.

El visitante soltó lo que tenía represado. Pareció como si lo hubiese ensayado no pocas veces.

— Me ofrecí como voluntario para un experimento de regresión en el tiempo, de acuerdo con los principios que usted mismo sugirió pero que hoy ni se imagina. Fui voluntario, incluso a riesgo de mi vida, con la única condición de ser dirigido hasta aquí, para conocer a mi escritor favorito.

— ¿Quién?

— Usted, César Qui. He leído su serie completa del Macrocosmos y todas sus novelas, cuentos, ensayos y poemas. Usted elevó la ciencia-ficción a categoría de clásico literario e incluso dio los fundamentos para la moral científica que caracteriza la sociedad de mi presente, que es su futuro.

— No entiendo nada.

— Señor Qui, he venido del mañana para decirle “gracias” por lo que ha escrito.

— Pero eso es imposible ¿no? tengo nueve años ¿usted dice que ya hice… lo que todavía no he hecho?

Saboreando con ansias el momento, sacó de su bolsillo un recorte de prensa muy deteriorado pero de lectura clara. Aparecía la foto de un señor que, de momento, le pareció a Augusto conocido, como su papá menos joven.

Titular: AUGUSTO QUI RECIBE EL NOBEL DE LITERATURA

Sumario: Gana el premio a los cuarenta y cinco años.

El resto no pudo leerlo mucho, pero hablaba del primer Nóbel de la ciencia-ficción y de cómo cuatro décadas después recibiría el galardón en Estocolmo. Además mencionaba que había sido merecedor de decenas de trofeos, medallas y el celebérrimo premio Clarke. Una frase saltó a su vista: “Traducido a treinta y dos idiomas”.

Su reacción fue sencillamente “hacerse el loco” para no generar bulla en los alrededores. El visitante le quitó el recorte.

— Lo siento, no puedo dejar nada del futuro en este tiempo. Por otro lado, usted no puede contarle a nadie este episodio, porque lo anularía por completo y quizá correría peligro. ¿Me lo promete?

— Sí…

— Ahora debo irme, sólo me han sido permitidos unos minutos.

Se despidieron con un apretón y el hombre se perdió en la lejanía. Augusto tuvo un impulso de seguirlo, pero algo dentro de sí lo detuvo. Mejor. En realidad eso también tenía que suceder. El resto ha sido como cabe imaginar. Lo que al principio fue una experimentación que rivalizaba con la pintura al “guache”, pasó a ser una misión de vida.

Sara de Qui pareció captar el impulso y lo estimuló con libros de Julio Verne, H.G. Wells luego de Arthur Clarke, Isaac Asimov y Phillip K. Dick. Desde entonces fue el más dedicado y prematuro de los literatos.

La ciencia-ficción también, si se quiere, vino por casualidad. Se atravesó justo en el momento en que ese hombre del futuro, le anunció un desenlace inevitable. Augusto, claro, lo cultivó y -sin duda- ha aportado una cosa o dos (y eso que siempre quiso escribir dramas teatrales).

Aquella tarde del 80, Augusto Qui le preguntó al visitante su nombre.

— Llámeme F…

Y se fue, creyo él, para siempre, dejando su vida en una mágica ensoñación de indudabilidad. Parafraseando al apóstol Pablo, su consagración literaria era una “expectativa segura de cosas por venir”. Una confianza muy bien ayudada. Si le iba bien, decía: “Es que no puede ser de otro modo”. Si las cosas tomaban un rumbo quebradizo repetía: “¡Bah! ya pasará, no se puede cambiar lo que tiene que ocurrir”.

Esa vislumbre, incluso esa increíble tranquilidad con la que atendió a su imposible visitante y siguió el destino, todo ello, le hicieron conducir la vida por un trecho bastante fluido. Luchas internas, por supuesto, incluso muy crueles… Dos matrimonios colapsados, tres hijos un tanto abandonados.

Pero eso es otra cosa. Su carrera literaria siempre estuvo exenta de lagunas o vacíos. Simplemente, las piezas debían cuadrar sin mucho esfuerzo, para que pudiera cumplirse la profecía de las cimas conquistadas.

De su obra se han hecho doce películas (la mayoría, eso sí, muy malas), tres series de televisión, se han editado cuarenta y dos títulos con centenas de miles de ejemplares vendidos. Ha monopolizado las listas de best sellers y autografiado tantos libros que ya su firma es, según confesó en una entrevista, “un gesto automático, como respirar”.

Por otro lado, los escasos dramas que ha logrado publicar han sido un rotundo fracaso, por cierto, e igual así su obra filosófica, materia interesante para un minúsculo público compuesto mayormente por sacerdotes jesuitas.

De vuelta a la ceremonia Qui fue pasando de terror en terror. Primero la inseguridad de “meter la pata”, luego el miedo a un descalabro temporal -dado que ese día ocurriría algo completamente paradójico, etcétera, etcétera.

La agonía pasó a la máxima sutileza: se imaginó (y por puro masoquismo lo creyó en nanosegundos) que aquella conversación nunca ocurrió y que el Sr. F. fue un invento creído con tanta fuerza que se transformó en memoria. Esa sensación lo hizo sentir después traidor. Como si un tribunal lo interrogara y él, mirando al Sr. F. a la cara, confesara que no, que aquel encuentro nunca había tenido lugar.

A nadie jamás había confesado su secreto, ni a sus padres, pero algo muy distinto era lo que se decía y desdecía a sí mismo… las conclusiones de todo aquello.

Segunda (Ayer)

Ayer fue un sábado de 2017. Los padres de Augusto se veían a lo lejos. De frac y traje cerrado. En sus ojos las lágrimas hacían una fiesta. ¡Qué bueno que estaban vivos y presentes! En el fondo, el deseo de constatar la profecía tenía mucho que ver con sus padres y lo que sentía que les debía. No obstante, a quien no podían borrar de la mente era a César, su hermano muerto. Acaso por la mente de sus progenitores también cruzara en ese momento la imagen de ese hijo perdido.

De César recordaba su mejor estampa, como de veintiún años. Ojos inquietos, peinándose el cabello que se le venía a la cara. Obstinado, impaciente, siempre queriéndose ir a otra parte. Así lo veía. A César le gustaba el mar, a Augusto la casa y la lluvia. Aquél era rebelde, éste sólo disentía intelectualmente. De niño quiso ser como él y lo imitó hasta el cansancio, aunque sabía que no se podía.

César -como sus homónimos latinos- organizaba batallas, esta vez en la arena del mar o lideraba jornadas de cacería de cangrejos en las piedras azules. Era un líder. Pero su adolescencia lo alejó ferozmente del distraído hermano. Cuando Augusto conoció al Señor F… César tenía dieciocho años y parecía destinado a un futuro agitado. No se sabe qué pasó a los veintitantos, pero se fue al caño.

“César, te hemos llorado de a poco, en dosis… al descarriado, al perpetuo fracasado de la familia.” Lo intentó todo, cruzó todas las líneas, fue un visionario incapaz de realizar sus ideas. Murió en Gallipoli, Turquía, en 1992, a los treinta y tres años. La familia, Augusto incluido, lo adversó, nunca le perdonaron que fuese tan totalmente él-mismo. Contrapusieron su “fracaso” al prematuro éxito de su hermano menor. Sin quererlo, o queriendo, generaron una virtual antipatía de envidias y competencias. La distancia fue mutua.

Claro que Augusto (ya comenzaban los discursos) se increpaba que pudo hacer más pero primero había que resolver tantas (otras) cosas relativas al destino que no quedaba tiempo. Y Augusto se decía: “Pero ¿cómo no va a ser así, si yo conozco mi misión pero César no? ¿No habrá, por ahí, un Señor F. benévolo que le diga lo que tiene que hacer?”

La fama vino temprano. Se le consideró un “niño prodigio” a los quince años y comenzó la serie “Macrocosmos” a los dieciocho. Su libro más célebre: “Tauromaquia en Asperión” fue concluido a los 27 años, cuando su hermano moría. César fue pescador en el Pacífico, guía turístico en Australia y traficante en España. Los problemas con la ley se hicieron característicos, no accidentales. Su fantasma (metafórico, por supuesto) sumía a Augusto en desasosiego, frente a la sala llena. “Quizá si yo hubiera…”, se repitía Augusto, torturado, pero no podía concluir la frase. Si hubiera ¿qué?

En medio de las batallas propias de ese día, mencionaron su nombre y se puso a tono con la ceremonia. La solemnidad, el espíritu de observación y reverencia que se acumula lo invadió y desde ese momento desechó las preocupaciones y se abocó al evento. “Por una obra rigurosa y novel, que invita a imaginar los destinos de la sociedad en el complejo mundo de la tecnología y de otros planetas posibles…” le llamaron y entregaron el galardón. Desde entonces se activó como un sueño mágico. “La ciencia-ficción, por fin, a la altura de otras literaturas”, comentó el Presidente Internacional de su Club de Fanáticos.

La ceremonia concluía y los galardonados se entregaron a los vigorosos aplausos del público. En vez de gente, la mirada de Augusto sólo registraba una confusa mancha de rostros desdibujados, trazas alargadas, como un tejido multicolor y móvil.

Los premiados formaron una línea, frente al público y fue entonces cuando lo vio. Era un viejo, favorablemente conservado, con todas las modificaciones que introduce la máscara de la edad, pero bastó contactar sus ojos para reconocer, en primera fila y de etiqueta, al Señor F. Tenía barba blanca y bigotes grisáceos, pero era él. Se movió nervioso cuando constató que Augusto lo había divisado.

“Dios mío”, pensó, “qué noticia me trae este mensajero”.

La prolija imaginación de Qui se activó:

“Hice un pacto con Mefistófeles y viene a buscarme.”

“Ha habido una cancelación y este evento y mi carrera se desvanecerán hasta dejarme con una vida absolutamente mediocre.”

“Si el fotógrafo me fotografía todo será falso.”

“Si el fotógrafo no me fotografía todo será falso.”

Los aplausos continuaban en medio de un ligero mareo. Al terminar el acto oficioso la gente se transformó en una manada atropellante. Apretones de manos, entrevistas, reporteros de televisión, personalidades. Hizo un esfuerzo supremo para no parecer indispuesto o apurado. Buscaba desesperadamente al Señor F., a quien no detectaba en la muchedumbre. Subió a un pequeño presidio, a un lado, y trató de escrutar en el gigantesco salón, pero no lo ubicaba.

El gentío se volvió a apoderar de él. Luego de saludos, besos y enhorabuenas, tuvo un encuentro muy emotivo con sus padres y amigos. Salieron a festejar hasta tarde. Se evaporó la tensa ceremonia, se disolvieron César y el mismísimo Señor F., aunque de vez en cuando volvía el pensamiento: “Está -o estuvo- en Suecia.”

A ése y a otros vuelcos del pensamiento los ahogó en alcohol y de veras que gozó la noche. Dejó para hoy, incluso, una faena con la animosa sueca que lo invitó a su “cottage”, hacia las 2:00 am. Creía él que era una funcionaria del Ministerio de Cultura o algo así.

Esta mañana su cuerpo fue benévolo y apenas le dio un eco de jaqueca y la típica resequedad de boca. Desayunó temprano, postergó algunos compromisos para la tarde y salió a deambular un poco por las hermosas plazas de Estocolmo. No fue fácil evadir escoltas, pero contó con la complicidad de un funcionario de la Embajada que hizo como que lo buscaba y lo soltó por ahí, para recogerlo más tarde.

Su mente atormentada se debatía todavía entre las hipótesis. Sea lo que estuviese determinado no ocurrió en la ceremonia. ¿O sí? Quizá incluso fue una visión, alimentada por su frenesí. Cruzó un kiosco de periódicos y allí estaba la foto, a su juicio la misma de hace treinta y siete años, tomada por un reportero de Associated Press. Compró el periódico pero lo mantuvo bajo el brazo, como los tigres que cazan y llevan el cadáver a mejores lugares para deglutir. Recorrió los alrededores de una serie de palacios y se perdió entre calles medievales.

Ya conciente de su lejanía y recordando la invitación en la Universidad y -¡claro!- el tryst con la sueca, dio media vuelta, sólo para encontrarse de frente con el mismísimo Señor F., que lo había seguido trabajosamente.

El Sr. F. en persona, tal cual lo había visto en la ceremonia, sólo que más informal. Era casi septuagenario. Ninguno de los dos podía pronunciar palabra, paralizados como estaban. Con gran esfuerzo Augusto rompió esa tensa inacción.

— Hola…

— Señor Qui tengo que hablarle.

Ubicaron a lo lejos un café y se convidaron mutuamente. La mente de Augusto se bloqueó durante esos minutos. Su fábrica de especulaciones se detuvo. El señor F. lucía más a tono con los tiempos. Le pareció a Augusto -y ahora le da risa- que había estudiado mejor la moda de la época para volver.

Ordenaron al mesonero y finalmente se abandonaron a la controversia de quién empezaba.

El Sr. F. evadía el contacto visual, pero tomó la iniciativa.

— He decidido hablar con usted, no pude elegir mejor momento. En realidad no sé cómo decirlo.

Notó un lejano acento castizo que no recordó de aquella vez. Se apresuró a contestar:

— Bueno, diga cualquier cosa. ¿Quién es usted?

— Mi nombre es Vladimir Chenko, nací en Rusia hace sesenta y siete años. Soy residente actual de España.

El Sr. F. hablaba mirando hacia un punto perdido del mantel y en la última frase dirigía una mirada fija, como queriendo recalcar lo dicho.

— A veces las raíces del triunfo están enterradas más abajo de lo que puede escarbarse superficialmente, señor Qui.

— Supongo que sí.

— Los entuertos de la vida, lo que llamamos “circunstancias”, son misteriosos hechos que se pensaron de un modo y salieron de otro, para bien o para mal. En el caso suyo para bien, en el caso de su hermano para mal.

— ¿Mi hermano? ¿Qué sabe usted de César Qui?

— Sé que fue un romántico. A pesar de su violencia, de su rebeldía a veces incausada y un tanto caprichosa, miraba el mundo con una voluntad de cambio, utópico pero sincero. Es cierto que era impulsivo, pero muchas veces preparaba sus acciones con la paciencia de un relojero, acariciando cada pieza y cada fase del plan.

— ¿Cómo lo sabe? ¿Lo conoció?

— Dedicaba grandes cantidades de energía a tareas que no tenían ganancias tangibles -fingió no oírle- o que pronto desechaba para interesarse en otras cosas. ¡Cuán distinto a usted, Augusto, que trabajaba secretamente la obra del futuro, sin desviarse un centímetro!

— Nos habíamos separado…

— César lo amaba pero a su manera. Más de una vez lamentó la distancia física y emotiva entre ambos. Recuerdo un peñasco en Grecia, frente al Egeo. Fue la última vez que lo vi, en 1988.

— Ah, fue en Europa que lo conoció…

— Hablamos. César confesó que lo extrañaba mucho y que deseaba abrazarlo… Luchaba internamente por volver, por recuperar su vida, retornar a la raíz. Pero algo no le permitía moverse y nunca supe exactamente qué.

— Nosotros tampoco… pero ¿y entonces?

— Bueno, César tenía una teoría que en definitiva desató todo. Me lo explicaba así: para un niño hasta un pequeño refuerzo puede significar una diferencia sustancial en la vida. Si un menor se acerca a nosotros con un dibujo y le decimos: “¡Qué bueno, me encanta, vas a ser un gran pintor!”, esa frase puede ser un detonante en su historia.

— Ja, -respondió evocador- César era así… cuando quería.

— Y cuidaba muy bien de estimular a los niños, de darle palmaditas en la espalda cuando marcaban un gol o cuando mostraban dibujos “y que” figurativos. Él intuía un principio de trascendencia, señor Qui. Su hermano tenía una sensibilidad infinita.

— Cierto pero ¿hay algo que yo no sepa en lo que dice?

— Me contó que un día estaba como casi siempre, de mal humor, presionado por sus señores padres, “sintiendo lo que los Rolling Stones en ´Satisfaction´”. Se acercó usted casi diez años menor que él, para mostrarle las tiras cómicas de batallas espaciales y globitos con letras que acababa de terminar. En un arranque César le dijo que se largara ¿se acuerda? que no tenía tiempo para leer semejantes estupideces. ¿Lo… recuerda? Usted, un aprendiz de escritor de apenas ocho años se retiró deshecho en lágrimas.

— Pues creo que algo así ocurrió… ahora que… me dolió ¿sabe?

— Y su hermano de malhumorado pasó a avergonzado, que no hallaba cómo recuperar ese desastre. Intentó disculpas, pero usted estaba muy sentido. Miró su cuaderno, a escondidas y lo conmovieron profundamente los ejércitos de pequeños soldados, los caminos encrispados de Marte y el planeta tierra, semi redondo, exhibiendo el continente americano de largo a largo. “Dame para leerlo”, le dijo. “No, ahora no quiero”, contestó usted.

— ¡Lo recordaba!

— Entonces se le ocurrió una idea… Como trabajaba de aprendiz en una imprenta, se le metió entre ceja y ceja que podía falsificar una noticia, ni siquiera del pasado sino del futuro. Logró imprimir una muy mala copia de tal noticia en papel periódico.

Augusto miraba la nada, al frente:

— Papá ¡ja! claro…

— Sí, para ello bastó una foto de su padre y un texto que César mitad copió, mitad confeccionó él mismo. No crea que lo hizo a la ligera. Pensó cada una de las palabras de ese texto y, una vez obtenida la página, le hizo un maquillaje para envejecerla y deteriorarla levemente.

“El paso siguiente no era menos fácil: ¿Quién sería el personaje? Debía tener porte misterioso, preferiblemente foráneo y no verse más por esos lares. Entonces pensó inmediatamente en este servidor.

“Yo era marinero, pronto me iba del país. César me consideraba “buen contador de historias” y podía exagerar mi acento ruso de entonces. Me lo planteó un día, con mucha seriedad, razón por la cual acepté ayudarlo. Es imposible negarle un favor a alguien que lo pide con tanta vehemencia.

“Y confeccionamos la pequeña estratagema. Aprendí el parlamento, lo ensayé, preparamos qué decir si venía alguien o si usted se rebelaba. Fue trabajo de tres reuniones.

“Recuerdo las ansias con las que César, luego del encuentro, me pidió que reconstruyera el diálogo. “¿Qué cara puso? ¿Qué dijo?” Fue una infantil alegría, una travesura con trasfondo muy serio. Era 1980.”

Augusto respiraba con sobresalto. Continuó el Sr. F, un ser de carne y hueso mil veces más misterioso que cualquiera de los alienígenas y héroes que poblaban sus novelas:

— Pero la vida se llevó a César, como una hoja en el río -concluyó.

En 1988 César murió bajo extrañas circunstancias, en Turquía. Los padres viajaron y dejaron el cuerpo allá, en una tumba cristiana. Eso les bastó a todos, incluso a Augusto, para quien César como mito de la infancia ya se había desdibujado.

— Él me dijo en Grecia: “Ya sabes de mi hermano.”, yo le contesté: “Sí, es un niño prodigio… Me imagino que le contaste.”, él me reiteró que nunca se lo confesó… que no sabía que creer, que como usted era genial quizá lo descifraría, le daba vergüenza y hasta risa. “¿Piensas decírselo?” fue mi obvia pregunta. “No lo sé”, me contestó, “quizá sea el final de una magia.”

— “Sería el final de una magia”, le riposté. ¿Sabe lo que me dijo?

Sonrío al girar la cucharita en la taza.

— “O el principio de otra”…

— Eso es “tan” César… -dijo Augusto llorando.

— De la muerte de su hermano me enteré mucho tiempo después, a través de un amigo mutuo. Mi conflicto ya era grande para entonces. Por un lado apoyaba la opinión de César sobre una magia que no debía romperse. Pero por otro consideraba injusto que usted no supiera esa verdad, aunque fuera para homenaje de César.

Y por eso es que llora, porque Chenko le devolvió ese ser fabuloso, como en sus mejores tiempos, el inesperado primer motor de su profecía personal.

— Ya sé -dijo Augusto- de dónde viene, mi frase: “Antigua sombra desconocida, ahora duende omnipresente.”

— He temido -volvió Chenko-, que tras esta confesión me gane de usted un merecido desprecio. Pero ya no aguantaba más -suspiró- … creo que puedo morir en paz.

Mientras contaba esto Augusto había detallado su rostro. El “Señor F.”, Vladimir Chenko, tenía el aspecto de un anciano benévolo, con ojos tristes o, mejor dicho, que saben estar tristes si las circunstancias lo ameritan.

Precisó los pedestres detalles de la gente común: ropa arrugada, medias que no van con la camisa, un lado del bigote alzado y el otro peinado… Sin embargo, aquel hombre poseía el donaire de dignidad y sapiencia que podría exhibir un visitante del futuro.

— Buen casting, César.

Sostuvieron otras palabras para satisfacer curiosidades: qué hicieron entre tal y cual fecha; qué foto usaron; porqué Grecia. Se despidieron con una mezcla de alivio, conmiseración y melancolía. Se dieron un apretón de manos y Augusto vio al Sr. F alejarse entre murallas de piedra.

Hoy

Augusto ha quedado tan movido que tiende a la estaticidad. “Las cosas poco a poco irán emergiendo”, se dice, a falta de mejor cosa… “y ya llegará el momento de la intensidad”.

En este instante de verdad, no tiene idea de cómo expresar lo que siente. Y quizá en esa búsqueda de expresión se esconda el futuro de su obra y de su vida.

Mas ¿quién quiere hablar ahora del futuro?

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FUENTE: Libro Encuentros en el vórtice (Amarante, 2012) de FNN.
ILUSTRACIÓN: Lúdico. FOTOS: FNN.

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