Venezolanos buscan el “pan” entre la basura

Venezolanos buscan el “pan” entre la basura

quinta_crespo_portada_barbara_619_140232.jpg_1826149577

 

En el Mercado Quinta Crespo de Caracas buscar basura para comer
y para las mascotas se ha vuelto parte de la cotidianidad. La escena no es exclusiva de este lugar. En La Candelaria y los alrededores de la Casa Natal  de El Libertador también hay batallas diarias por ver qué se encuentra entre los desechos, publica Panorama.





Por Margioni Bermúdez/ margioni@gmail.com

Bárbara Díaz va caminando, mira atenta y se  detiene  en cada montón de basura que bordea el Mercado municipal de Quinta Crespo, en el centro de Caracas,  para  hurgar entre pipotes pellejos, huesos y cualquier cosa que le pueda servir para sus tres perros. No quiere echarlos a la calle y los 15 mil 051 bolívares que percibe como pensionada no son suficientes para llevar los gastos de la casa que comparte con su hija y nietos.

Con su pelo cenizo, apoyada en un  bastón, vestida con un impecable suéter blanco y cartera de semicuero, camina lento. Se dobla para mirar más de cerca lo que hay en varios montones a los costados de uno de los mercados más antiguos de Caracas. En su fachada frontal una valla de vinil contiene la frase ‘Garantizando la seguridad y la soberanía alimentaria de Caracas’.

Bárbara selecciona los desperdicios para llevarle algo a sus mascotas. No consume de lo que recoge. Otros, en cambio,  emprenden una cruzada para hallar  lo que puede ser su única comida del día. Las peleas son frecuentes. Cada uno intenta quedarse con lo ‘mejor’.

—¡Déjale esa comida a los menores, loco!—.

La frase intenta calmar el enjambre de manos que esculcan trozos de carne descompuesta en un envase plástico dispuesto al final de uno de los pasillos de la edificación. Apenas los lanzan comienza la competencia. Adultos de mediana edad, abuelos, niños. El hambre no tiene edad. Cada uno busca con la esperanza de no irse a la cama sin comer.

quinta_crespo_619_140249.jpg_446462358
—Eso es mío, yo lo vi primero—.
—Pana, déjame eso—.

Venezuela llegó a ser el país con los alimentos más baratos de la región, gracias a subsidios y controles de precios amparados en la tesis de  beneficiar a los más pobres. La práctica tuvo efectos contrarios, pues el  desvío de  productos hacia el contrabando y las importaciones fraudulentas para hacerse de dólares baratos le abrieron un boquete a las arcas de la nación. Un desangre que hoy se traduce en anaqueles vacíos y la inflación más alta del mundo.

Que un indigente revise la basura quizá no sorprende a muchos. La imagen de seres humanos buscando entre contenedores y bolsas se observa, incluso, en países económicamente prósperos tanto de América como del resto de los continentes. Lo que hace inusual lo visto en Venezuela es que cada vez más personas se aventuran a los basureros de restaurantes, ventas de comida rápida,  fruterías y mercados municipales.

La escasez en Venezuela tiene varias caras. El rentismo  petrolero es una de ellas. El chorro de petrodólares marginó la producción nacional, pues  al menos un  80% de lo consumido se importaba a dólar subsidiado.

Tal son las ganancias dejadas por la reventa de productos subsidiados que nació el “bachaquerismo” masivo. Vecinos vendiéndole a otros a precios internacionales se alternaron con el contrabando de grandes mafias. Una economía informal se apoderó de los supermercados en lo que muchos analistas han llamado un “pueblo contra pueblo”. El desangre de los anaqueles se ha acentuado en los últimos tres años. La corrupción a todo nivel le puso la mano a la comida.

Las consecuencias se ven hoy en una abrupta caída del poder adquisitivo de los venezolanos que han ido a parar a los basureros. Allí buscan pedacitos de verduras,   ‘piquitos’ de  tubérculos.
Al final de la tarde es cuando más se concentran  en los botes de desperdicios.  Poco antes de caer la noche la competencia se hace más feroz. Unos  pasan,  miran de ‘reojo’, pero no se atreven a detenerse, a menos que esté solo el sitio. No son tan experimentados como para competir con los más curtidos en hallar qué comer entre desperdicios.

Quinta Crespo, en la avenida Baralt de la capital venezolana, es un mercado municipal manejado por la Alcaldía de Libertador en donde buscar basura para comer se volvió “normal”. En su fachada, un  busto del expresidente Joaquín Crespo es rodeado por vendedores informales que ofrecen arroz, harina de maíz, aceite. Todo a precios de mercado negro. —Mi casa es la casa del pueblo. General Joaquín Crespo 1841-1898—, se lee en la placa que apenas puede verse entre graffitis.

Bárbara, una pensionada de 67 años,  dejó de  comprar pollo y  carne, pues un kilo de cada uno se lleva el 90% de su ingreso mensual. Comer las “tres papas” no siempre es posible en su casa, en Hoyo de la Puerta, en el municipio Los Salias, del estado Miranda. “Uno come arroz y harina cuando se consigue, y lo que se pueda”. Los carbohidratos pasan a ser casi lo único que logran consumir.

En los últimos seis meses la cantidad de personas que revisa entre la basura ha ido en aumento, no solo en Caracas, las ciudades del interior del país también han visto un comportamiento semejante. La búsqueda no es exclusiva de mercados populares, grandes centros comerciales ven en sus ferias de comida búsquedas discretas entre lo que van dejando  los comensales. Para muchos de los que trabajan aseando mesas comer de  las sobras es una opción para aplacar el hambre y estirar el salario.

De esto han  sido testigos los trabajadores de las cuatro fruterías ubicadas en la esquina de Candilito de La Candelaria, a una cuadra de uno de los edificios del Ministerio Público, y uno   15 minutos de Quinta Crespo.

“Aquí uno ve gente peleándose por las frutas y las  verduras  que se desechan por la tarde antes de cerrar el negocio. Cada vez son más personas. No son indigentes, están vestidos  con ropa limpia, gente normal. Vemos hasta embarazadas  revisando basura”, dice un atareado vendedor mientras saca las guayabas dañadas de una cesta plástica. Para él la escena es cotidiana.

Es el último  domingo de junio y en Caracas llueve. Ha llovido a diario la última semana. El trajín de sus más de cinco millones de habitantes no lo detiene la lluvia. La ciudad está viva. Mientras unos despejan el cansancio de la semana en parques y sitios culturales —Caracas tiene una amplia gama de opciones de esparcimiento— otros merodean en lugares como Quinta Crespo, La Candelaria y las adyacencias de la Casa Natal del Libertador, en el centro.

Un hombre recorre los pasillos oscuros de Quinta Crespo. Lo hace en solitario para evitar la competencia. En un morral va metiendo pedazos de yuca,  papa, auyama, lechuga, tomate, restos de cebollín y cualquier rama que sirva para montar un guiso o una sopa.    Revisa los desperdicios que se van apilando a los costados de los locales de verduras. Para los comerciantes es una escena cotidiana.  A veces hasta inadvertida.

Viste chemise,  jean, no hay harapos en su atuendo.  En su rostro hay rabia. Vergüenza.  Lo que menos quiere es contarle su tragedia a nadie. Un no rotundo sale de su boca al intentar abordarlo. Su búsqueda sigue.

El tono cálido de Bárbara, casi maternal,  se llena de mortificación cuando habla de las colas “para conseguir dos paqueticos de harina” . “Luego de horas en cola al llegar a la  puerta del supermercado es que uno sabe si  quedan productos. La gente llora cuando le dicen ‘se terminó la harina’, ‘se terminó el arroz’, que es lo que más se consigue, de vez en cuando”.

Cerca de Bárbara acaban de lanzar más desperdicios. Ella no se atreve a volver al mismo lugar porque a su edad le cuesta caminar rápido y ya el lugar se llenó de gente que busca resolverse con algo. A sus espaldas un niño con un morral a cuestas revisa unos pellejos que acaban de tirar. Lo acompaña otro niño. Ellos son los más chicos en un grupo de cinco personas que bordea una pipa rebosante de cartones, bolsas, restos de comida cocida,  pedazos de vísceras, piel de pollo. El olor alerta sobre la descomposición de las carnes que acaban de lanzar. Eso no los detiene.

Las miradas de los transeúntes apuntan hacia los niños. Ambos no tienen más de 10 años. Una mezcla de asombro con indignación se ve en los ojos de los apresurados compradores. Los que escudriñan entre los desperdicios se olvidan de las miradas. La vergüenza no importa cuando se tiene hambre.