Laura Argento: Los Libertadores del Valle

Laura Argento: Los Libertadores del Valle

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Me preparo para ir a una marcha más que se traduce en un día menos para el régimen que nos azota. Antes de salir, lleno mi morral con el kit básico: cambures, mandarinas, galletas, agua, un pañuelo, gorra y lentes.

Llegamos a uno de los puntos de encuentro. En el lugar, reporteros con sus uniformes: chalecos antibalas y máscaras antigases. Jóvenes que vienen de sus casas y otros que durmieron bajo algún puente. Unos que llevan zapatos y otros que van semi descalzos. Todos con franelas enrolladas en la cabeza estilo Lawrence de Arabia. Muchos niños en situación de calle pidiendo comida o dinero. Personas de todas clases, género y edad que acompañan, así como gatos y perros abandonados.





Tenemos cerca una muchacha, morena y de ojos grandes. Tiene un dedo vendado con una gasa mal puesta. Nos dice que se cortó la noche anterior buscando comida en la basura. Reparto lo que llevo. Muchos lo hacen con otras personas en la misma situación. Me alejo al sentir que el pecho se me oprime. Decenas de vendedores ambulantes mientras pasan los minutos y los ánimos se exaltan al grito de consignas y canciones. Comienza la caminata, nadie sabe bien por dónde, pero si sabemos el destino final: la libertad.

Dejamos atrás las calles sucias y rotas de Chacaito. De primero, pasan como gladiadores nuestros jóvenes, versión nacional de “brave heart” en cuanto a ideales, honor y coraje. Llevan una especie de samuray por dentro. Entre la multitud, una mujer con una bolsa de comida para perros que va alimentando a los que encuentra en el camino. Estas marchas dan para todo. Recordé la definición del infierno para Juan XXIII, algo así como aquel lugar donde las personas solo piensan en sí mismas y mueren. Quien sabe si aquí y ahora es por donde el cielo comienza.

Llegamos a la entrada de la autopista por El Rosal. Algo así como esa parte de la película donde se llega al campo de batalla y se espera una señal. La tensión aumenta. Mi atención recae en unos jóvenes montados como equilibristas en lo que una vez fue un módulo policial, quienes aupados por la muchedumbre y con spray en mano, borran los rostros que lucía un anuncio -de los miles- del que se creyó eterno, junto al de su nefasto heredero.

Camuflados en la colina del frente, una hilera de uniformados. Los vemos organizarse, agitar los brazos, observan, filman. De nuestro lado, los saludamos con los brazos en alto para que nos vean bien. Quizás hoy encuentren -otra vez- caras de sus propias familias. En la parte superior de la autopista, comienza el pisicorre.

Nosotros, el bulto grueso de la marcha, desde la parte inferior vemos a los jóvenes caminar hacia donde están las ballenas -que no vemos desde donde estamos- y minutos después, devolverse como flechas cuando se escuchan las primeras detonaciones. La escena se repite varias veces.

La muchedumbre se multiplica. Ya no somos solo los que estamos abajo, sino los que llegan y se nos unen desde arriba. Con la adrenalina a millón y a un ritmo mucho más pausado que el de los jóvenes, comenzamos con el vaivén: un rato nos adentramos en la arteria de cemento junto al Guaire y otro retrocedemos cuando se producen más detonaciones que se van acortando en el espacio y llega la estampida gritando: “no corran!, no se vayan!, resistan!”. Y seguimos.

Para ese momento, el viento sopla a nuestro favor y el humo de los gases que han lanzado, se les devuelve. En los minutos siguientes, los improperios sustituyen a las palabras inundando el aire junto a la impotencia y la rabia. Quiero quedarme, tener veinte o treinta años menos. Tener más fuerza y correr más duro.

Como si fuera una lluvia de meteoritos, se llena en ese momento el cielo con los gases que disparan sobre los muchachos y también sobre nosotros. Toca correr en medio de la pirotecnia y rezar para que no le caiga a nadie en la cabeza.

Una mano me va halando mientras el aire pica y luego de varios metros desenfrenados, me escucho gritar que no puedo más, pero la amenaza es real y sigo. A trompicones, llegamos hasta la Av. Francisco de Miranda. Desde ahí el espectáculo que vemos en la autopista es dantesco.

Es una especie de Guernica venezolano. Ballenas y hienas persiguiendo sin piedad a los libertadores del valle a quienes vemos surfear con pericia los chorros a presión que les escupen y esquivar gases, metras y perdigones que les disparan, mientras aspiran los últimos restos de las cenizas rojas.

Mientras camino de regreso, me convenzo que no hay terrorismo, narcotraficante, comunismo, ni dictador que pueda con lo decretado por los ciudadanos de una nación cuyo clamor ha llegado a los confines de la tierra. Se lo debemos a los que están luchando ahora y a los que perdieron sus vidas como consecuencia de esta injusticia.

Horas más tarde, sentada en unas gradas escuchando al maestro Rafael Cadenas recitar poemas con sus casi nueve décadas, recojo al azar estas frases: “acoge la magnificencia de este día“, “la clemencia requiere de magnanimidad“, “los gritos se pierden en la vastedad de mi país“, “en el silencio que se hace, a veces pasa un ángel, a veces pasa un dios y a veces pasa un tirano que se instalará con las llaves y no se querrá ir” y otras, que una vez dijo un dictador rumano: “cuando yo dialogo, no quiero que me interrumpan“, “yo dialogo pero no cedo en mi posición“. Reímos a sotto voce.

En la misma plaza y al mismo tiempo, un grupito de muchachos entonan mantras con una pandereta y bailan, otros juegan con una pelotita de tela, unos niños ríen y unos perros menean la cola mientras pasean. Al fondo, en gigante, leo: “BIBLIOTECA” y me dejo llevar por ese instante en el cual la libertad -en su más elevado concepto- se convierta en la regla, dejando de ser un miserable estado de excepción.