Cocinar arepas en Cúcuta para sobrevivir en Caracas

Cocinar arepas en Cúcuta para sobrevivir en Caracas

(foto Ernesto Costante)

 

“Tengo dos hijas menores de edad, soy madre y padre de familia, yo misma manejo mi autobús”, se presentó.
Jetzabeth habla rápido y cortante. Lleva las manos negras de grasa, el cabello recogido y el sudor en la frente. Baja apurada las cuatro cuadras que separan su casa en el barrio de La Vega del taller de su amiga Yolanda, en la avenida principal de Montalbán. Así lo reseña prodavinci.com

Por Luisa Salomón

Ese martes la llamaron para decirle que los consejos comunales revisarían los autobuses paralizados para buscarles repuestos con el gobierno, así que detuvo la reparación del suyo y lo dejó sobre los cuatro bloques donde reposa desde hace meses. No se tomó tiempo ni para lavarse las manos.

A primera vista, parece una mujer tímida. Jetzabeth no habla mucho, baja la mirada, trata de no llamar la atención. Su 1,60 de estatura la ayuda a pasar desapercibida. Espera a un lado de la entrada del taller para hablar con los representantes comunales, pero al descubrir que le habían dado repuestos a los directivos de la línea a la que pertenece su autobús, “a los mismos de siempre”, su actitud cambia completamente. Se para de la silla y reclama con severidad. “Esa es una guerrera”, dice Yolanda cuando la ve hablar.

Por todo el taller persigue a los consejos comunales para convencerlos de que revisen su autobús. Está cerca, necesita los repuestos y no puede perder la oportunidad de que la censen. Varias veces le dicen que sí, que ya van para allá, pero se marchan. A cambio le dejan la promesa de visitarla al día siguiente. Tiene razón para estar molesta: desde 2015 los dos autobuses, sustento del hogar, están paralizados.

Habla de su trabajo, de sus esfuerzos y de sus hijas. De Nelly, su mamá, quien en 2006 sufrió dos accidentes cerebrovasculares que le afectaron memoria y concentración. Se enfoca en “su carro”, el autobús azul que le ha costado tiempo, dinero y frustraciones. Entonces llega al momento en que decidió ser transportista y es cuando aparece Eduardo en su relato. Está casada pero, a efectos prácticos, las riendas de su casa las lleva ella. Es la que toma las decisiones. La que afronta los problemas y asume responsabilidades.

No obstante, la historia de los autobuses comenzó con él. Una mañana de 2008, cuando Jetzabeth tenía 25 años, se montó en un autobús blanco. Entre empujones conoció a Eduardo, chofer y dueño del vehículo. Flechados, intercambiaron teléfonos, aunque ella pensaba que no tenía tiempo para tener pareja. Era madre soltera de Karolaine y Bárbara, dos niñas de 4 y 7 años. Hacía malabares para criarlas y mantener varios trabajos.

Desde pequeña le gustaron los autobuses. Le interesaba la mecánica y le parecían un buen negocio. Conocer a su futuro marido le dio la oportunidad de entrar a ese mundo. Él la ayudó a inscribirse en una línea de autobuses y a pedir crédito para comprar uno. El banco le prestó la inicial. 600.000 bolívares le costó su autobús. Escogió uno azul. En 2008 era un negocio rentable. El vehículo generaba unos 30 salarios mínimos al mes. Casi 25.000 bolívares. Suficiente para pagar a un chofer y obtener ganancias.

Mientras Evelio, el chofer de su autobús, cubría la ruta Montalbán-Capitolio, ella montó un quiosco. Vendía almuerzos en Montalbán. Contaba con dos fuentes de ingreso, y por primera vez disponía de tiempo para compartir con sus hijas y su madre.

Jetzabeth nació y creció en el callejón El Cementerio de La Vega. Cuando cumplió 20 años empezó a construir su propio espacio en el primer piso, sobre la casa de su mamá. Una noche, en 2007, un aguacero le tumbó el techo y la mitad de la pared. Por más que trabajaba, no le alcanzaba para la reparación. Pensó que nunca terminaría la obra. No se lo decía a nadie, pero por las noches se preguntaba si lograría reponerse. Hasta que compró el autobús.

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