Hildegarda de Bingen, lídel de gobierno por Marta de la Vega @martadelavegav

Hildegarda de Bingen, lídel de gobierno por Marta de la Vega @martadelavegav

La primera vez que escuché su nombre fue gracias a mi admirada amiga, música destacada, directora coral y orquestal de alcance internacional, colega de la Universidad Simón Bolívar, María Guinand, hace ya varios años. Hildegarda, sin haber sido formada musicalmente, compuso piezas sinfónicas, un drama litúrgico y cantos originales, como afirma en un fragmento autobiográfico: “produje también palabras y músicas de himnos de alabanza a Dios y los santos sin que nadie me lo hubiera enseñado, y los canté, aun no habiendo aprendido a leer la música ni a cantar”.

Nació Hildegarda en la llamada “edad oscura”, en el siglo XII; a pesar de la tendencia general, cuando las mujeres en su mayoría eran relegadas, oprimidas y silenciadas, ella sobresalió entre brillantes figuras femeninas, sin duda privilegiadas, como Isabel de Hungría (1207-1231), Ángela de Foligno (1208-1309), Gertrudis La Grande (1256-1302), Brígida de Suecia (1303-1373) y la propia santa Hildegarda (1098-1179), teóloga, proclamada Doctora de la Iglesia por el papa Benedicto XVI el 7 de octubre de 2012 y canonizada el 10 de mayo de ese mismo año. 

Por ser la última de 10 hermanos de la familia noble de Bermersheim, en la Renania, fue considerada como “diezmo” para Dios y, desde su nacimiento, consagrada a la vida religiosa, como imponía la mentalidad medieval. Ingresó formalmente a ella desde los diez años, por voluntad, “con pesar, entre suspiros”, de sus padres, según su propio testimonio, bajo la conducción de la condesa Judith de Spanheim. 





Jutta, en su nombre germánico, orientó la educación monástica de la niña desde entonces, en especial a partir de los 14 años cuando ingresó a un convento bajo las reglas benedictinas, de la mano de su mentora, hasta la muerte de esta en 1136. Fue elegida entonces unánimemente abadesa del monasterio de Disibodenberg, donde se encontraba.  Según E. Gronau, que cita en su libro sobre Hildegarda a Guiberto de Gembloux, su tercer biógrafo, “por lo que sabemos, tuvo que ser una abadesa maravillosa”. 

Y así lo fue, durante cuarenta y tres años consecutivos. A partir de 1150, en la nueva abadía aún en construcción, en Rupertsberg, de la ciudad de Bingen, fundada y presidida por ella, después de superados muchos obstáculos incluso de su superior del monasterio donde inició su vida religiosa, el abad Kuno, al principio reticente a su partida. Cuenta Cristina Siccardi en su texto sobre la monja mística y científica alemana, que la benedictina era extremadamente racional; miraba siempre la verdad a la cara. 

Refinada, hasta en la escritura, que aprendió pese a que no se estilaba enseñarlo a las mujeres y que le ponía en correcto latín su secretario hasta 1173, cuando muere, el monje Wolmar, su elegancia y su porte destacaban. Fue, siguiendo a Siccardi, fuerte y amable, paciente y práctica. Muy equilibrada, lograba mantener la misma fuerza de ánimo tanto en los tiempos de alegría como en los de sufrimiento. Agrega Siccardi: “No se dejaba intimidar por el reproche, ni desviar por las alabanzas”. 

Hildegarda tuvo desde los tres años de edad visiones místicas “de una luz tal que mi alma temblaba”. Una revelación divina la impulsó a escribirlas a partir de sus cuarenta y dos años. En su primer texto, Scivias, “Conoce el camino”, recoge en diez años de trabajo sus iluminaciones sobrenaturales. Sorprende, en esta mujer endeble, frecuentemente extenuada por el cansancio, su energía interior, creatividad, voluntad para investigar, conocer, profundizar y descubrir, desde la fe; convertida en maestra, obligada a dar testimonio de la presencia divina que se expresa por su voz, crece su prestigio como profetisa y es buscada por altos prelados y pontífices. 

Pese a que, en sus propias palabras, siguiendo al biógrafo Gronau, ese don “procede de una criatura mísera, que ha nacido de una costilla y no ha recibido la instrucción de los filósofos”, predica en varias ciudades y combate las herejías de su tiempo, en especial contra cátaros y valdenses. Critica sectores de la vida eclesiástica y de la política, que corrompen y tergiversan el sentido de su misión y no duda en amonestarlos por “lujuriosos y sedientos de poder”. Tras años de luchas, consigue para su monasterio no solo la plena propiedad, sino la total autonomía económica y espiritual.

A la vez, por necesidad de atender la salud de las monjas bajo su cuidado, se dedicó a conocer de agricultura, ganadería y pesca, de medicina y farmacéutica. Estudiaba las plantas para su aplicación médica. Curaba con una visión integradora, porque la salud, para ella, dependía tanto del cuerpo como del espíritu, indisociables. Propuso más de dos mil recetas terapéuticas y cada caso, en función de la tipología de la persona y la estación.

En suma, en una época de agudas crisis, sin alardes ni alboroto, fue líder de su comunidad “en este tiempo tibio de pusilánimes”. Gobernó e irradió su poder sin arrogancia, como hoy las primeras ministras de Islandia, Taiwán o Nueva Zelanda.