Honor entre ladrones y la podrida verdad detrás, por @ArmandoMartini

Honor entre ladrones y la podrida verdad detrás, por @ArmandoMartini

Armando Martini Pietri @ArmandoMartini

En la oscura y retorcida trama de la criminalidad, existe un concepto tan antiguo como el propio delito: honor entre ladrones. Noción peculiar que ha capturado la atención. Código no escrito que dicta reglas de conducta dentro de la vida delincuencial. Concepto, sacado de una película de gánsteres, celebrado en cuentos, canciones y contenidos cinematográficos como símbolo decente en el corazón de los criminales. Sin embargo, ¿es el honor una cualidad que puede coexistir con la ilegalidad? O, ¿es simplemente una máscara cínica para justificar acciones condenables? Examinando la verdad detrás del supuesto decoro, encontramos una realidad cruda y compleja.

El honor entre ladrones, en su forma idealizada, es un sentimiento de que incluso en la sombría industria de la transgresión, violación e infracción existe un conjunto de reglas éticas que los malhechores y bandidos deben seguir. No robarse unos a otros, no testificar contra un compañero criminal ante la policía. La idea se remonta al menos a Cicerón, orador y político de la antigua Roma, y en el Quijote de Cervantes: “Sigue vigente el viejo proverbio, los ladrones nunca son pícaros entre sí”. Se presenta la imagen estúpidamente romántica de un mundo en el que el respeto mutuo, la lealtad y justicia de algún modo se entrelazan en la vida de aquellos que eligen vivir al margen de la ley. Sin embargo, una mirada detallada revela que esta fachada de honor es simplemente eso: una fachada. 

El término evoca imágenes de lealtad inquebrantable, camaradería y respeto mutuo dentro del submundo del crimen. Se prohíbe la traición, la falta de respeto hacia otros miembros del gremio criminal y cooperación con la ley. No obstante, se desmorona cuando enfrenta a la realidad de los actos cometidos. Los individuos que se jactan de lealtad y obediencia hacia sus camaradas criminales, son precisamente quienes no dudan un segundo en apuñalar a un aliado, si eso significa ganancia personal. La rectitud delictiva es tan frágil como un cristal fino, y se quiebra con la menor presión de los intereses individuales.





La relación de camaradería es conveniente solo hasta que alguien más valioso aparezca en escena. En un ambiente donde el poder y el dinero dominan, la traición no es solo posibilidad, sino una expectativa. Los códigos de honor son desechados cuando la recompensa es lo suficientemente tentadora.

Además, la noción de “honor” entre ladrones se convierte en herramienta manipuladora para controlar a los integrantes de la comunidad delictiva. Se espera que quienes se involucran en actividades ilegales mantengan la boca cerrada, sean discretos y obedezcan a las figuras de autoridad dentro de su jerarquía criminal. Sin embargo, obediencia y lealtad se basan en el temor más que en la auténtica admiración. El precio de romper este código de “honor” es tan alto como la vida misma, lo que crea un ambiente tóxico de sumisión y miedo.

Un espejismo en el árido desierto de la delincuencia. Una construcción convenientemente sentimental que desvía la atención de la realidad despiadada, cruel y amoral del mundo en el que operan. Si bien puede haber momentos fugaces de compañerismo en el inframundo, la mayoría de las veces estas cualidades son eclipsadas por la búsqueda desenfrenada de autopreservación. 

Cuando escuchemos historias sobre el “honor entre ladrones”, recordemos que la verdad detrás es mucho más cruda y compleja de lo que parece. En lugar de romantizar la vida delictiva, debemos confrontar la realidad, reconocer que la moralidad y la ética no tienen cabida en el tenebroso mundo criminal.

¿Qué tipo de honor puede existir en actividades de engaño, robo y daño a otros? Si el fundamento mismo de la “profesión” implica causar sufrimiento a personas inocentes, ¿cómo puede existir una ética genuina? Defender, es aceptar tácitamente la premisa de que algunas acciones ilícitas son más aceptables que otras. Lo que socava cualquier intento de construir un argumento sólido en favor de esta “ética”.

No caer en la trampa de idealizar la vida criminal. Los códigos de honor entre ladrones son creación de la ficción y mitología más que una realidad. Históricamente, el símbolo de honor de los patibularios ha servido como manera de justificación para sus acciones, una forma de mantener su autoimagen positiva mientras explotan a otros.

La idea de que existe decoro legítimo en el mundo del crimen es un ardid retorcido que puede trivializar el daño real que infligen los delincuentes. Brutalidad, miedo y destrucción que acompañan sus actividades criminales no se maquillan con un código de ética autoimpuesto.

Un mito que carcome los esfuerzos para construir comunidades seguras y justas. Inaceptable permitir la complacencia al justificar la delincuencia con supuestas reglas morales internas. En su lugar, debemos trabajar hacia la erradicación de la criminalidad y la promoción de valores genuinamente éticos en nuestras sociedades

@ArmandoMartini