Estuvo tres años escondida y diez veces frente a la cámara de gas: la mujer de 97 años que no se olvidó nada del Holocausto

Estuvo tres años escondida y diez veces frente a la cámara de gas: la mujer de 97 años que no se olvidó nada del Holocausto

Eugenia Unger celebró su Bat Mitzvah con ocho décadas de retraso: lo hizo a los 91 años en Buenos Aires porque no lo había podido hacer en su infancia en Varsovia (Facebook Museo del Holocausto)

 

Eugenia Unger tiene 97 años, seis meses y dieciséis días. Vive en el barrio de Recoleta de la ciudad de Buenos Aires desde 1949. Vivió más tiempo en Argentina que en su país natal: había nacido el último día de marzo de 1926 en Varsovia, capital de Polonia, con el apellido Rotsztejn. “Tenía una familia hermosa. Mi papá, Noe, era director del matadero. Mi mamá se llamaba Raquel. Tenía dos hermanos, Eugenio y David, y una hermana mayor, Renia. Mis abuelos cocinaban para gente que no tenía para comer”, dijo, alguna vez. Por entonces, ya había vestigios de antisemitismo en su niñez. En la escuela había guetos: los judíos estaban separados de los cristianos.

Por infobae.com





Alguna vez dijo que no sabe bien por dónde empezar a contar su historia. Tal vez por eso lo intentó varias veces: hay cuatro libros que cuentan su vida, hay infinidad de reportajes que cuenta su vida, hay documentales que cuentan su vida, hay innumerables conferencias en los que contó su vida, hay una autobiografía que convirtió en película y tituló No me olvidé nada. “A veces me pellizco para ver si de verdad estoy viva”, dijo, alguna otra vez. Le decían “genia”, había vivido una infancia convencional, le decían cosas por ser judía, se reían porque era judía, le daba miedo que sus papás salieran de noche. Eran el antisemitismo que había naturalizado en su primera década de vida.

Cuando el primer día de septiembre de 1939 explotó la primera bomba en el cielo de su ciudad, el primer día de la Segunda Guerra Mundial, el primer día de la invasión nazi a Polonia, se abrazó a las piernas de su papá, que era el director del principal matadero de Varsovia, jefe de dos mil trabajadores. “Papá, papá ¿qué pasa?”, le preguntó. Le respondió que eran deportistas polacos, que eran de los “suyos”, que no se preocupara. No eran deportistas ni eran de los suyos. Los aviones de la Luftwaffe surcaban el cielo sembrando muerte: Eugenia tenía trece años.

“Fue tremendo. Pronto empezó el hambre: había colas de gente en las panaderías, y pasaba un avión y ta-ta-ta-ta-ta… los mataba a todos”, contó. No había agua, ni comida ni hospitales. No había a dónde ir. Cuando salían con baldes a buscar agua, los baldes quedaban vacíos en las calles sin personas. “Me acuerdo que las autoridades pedían que por favor la gente llevara sábanas porque ya no había vendas y cada vez habían más personas mutiladas”, recordó. Aquel día, su mamá le pidió que hiciera un bolso, pero Eugenia solo agarró una muñeca. El pánico se había apropiado de las calles y la colectividad sentía la persecución a cuestas.

Las mentiras de preservación de su padre duraron poco. Las bombas, el fuego y la destrucción son difíciles de disimular. Su familia huyó en busca de protección al río Vístula: en el agua el fuego no quema. En sus memorias sobrevive el grito de su padre llamándola por su nombre polaco “Guinucha”: “Me agarraba y me gritaba: ‘¡Skocz! ¡skocz!’ (‘¡saltá! ¡saltá!’). Yo tenía miedo, pero él me decía que me iban a matar si no saltaba. Y así pasaba de un techo a otro. Si uno quiere vivir, hace cualquier cosa para vivir”.

Varsovia tenía el terror impregnado. Primero había que huir. Después, había que esconderse. “En el subsuelo de mi casa hicimos un búnker para escondernos. Allí las ratas nos comían; después, en el campo de concentración, nosotros las comíamos a ellas. Así es la vida…”, reflexionó. Vivió tres años encerrada en su ciudad -que ya no era de ella sino del ejército alemán-, esquivando el yugo nazi. “Cerraron un centenar de calles con paredes. Los nazis entraban, eran los dueños de la vida de los judíos. Uno venía todas las mañanas y hasta que no mataba a dos o tres personas no salía. La gente igual, a pesar del miedo, salía a contrabandear comida porque había hambre. Te daban un pedazo de pan por un tapado de piel. Por un anillo, una manteca. Murieron muchos: no había nada para comer, ni agua ni luz”.

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